“Todo tiempo pasado fue mejor”…
Eso me decía mi abuela cada vez que veía alguna antigua foto, nombraban al abuelo, pasaba por la casa donde me criaron… O por aquella plaza techada a la que me llevaba a jugar, de día siempre, siempre de día.
El abuelo murió cuando yo era pequeña, no recuerdo casi nada de él. Excepto que cada vez que llegaba a casa de los viejos, el abuelo (que siempre estaba leyendo en la biblioteca) esperaba a que fuera a saludarlo, me besaba los cachetes 7 veces y me hacía cosquillas hasta que la abuela nos regañara por hacer ruido.
… Es gracioso como lo primero que recordamos son las nimiedades, esos detalles que de alguna forma nos marcan, las cosas pequeñas que parecen un todo, cuando el resto pierde importancia.
Claro que, mi abuela y yo no recordamos al viejo como el hombre que fue. Como el hombre que saco a patadas a mi padre de la casa por ser un idealista y no un oportunista, no lo recordamos como el hombre que trabajo de lunes a domingo para mantener una familia sin que a nadie le faltara nada (tal vez un poco de dulzura falto, pero nada material… Nunca nada material), no, jamás lo recordaríamos como el hombre aquel demasiado testarudo para admitir que los tiempos cambian y los viejos pasan a ser solo eso, viejos. No. Mi abuela y yo lo recordamos como “el abuelo”.
Hoy cumplí 18 años… el futuro me está tocando la puerta, pero… ¿Qué pasa si abro y las cicatrices de mi pasado siguen abiertas?
Supongo que estaré bien… En mi mente siempre estarán esas palabras: “Todo tiempo pasado fue mejor”
Pero el pasado no me sirve, no lo puedo tocar, ni comer, ni hacerle cosquillas, ni siquiera lo puedo ignorar.
Hoy prefiero abrirle la puerta al futuro, abrirle los brazos al amor y mandar al demonio al miedo que me detiene y me hace añorar lo que el reloj dejo atrás…
Porque hoy miro hacia al frente, mientras escribo con las manos una carta de despedida al dolor.
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